Profesor PUED/UNAM
La migración ha sido un proceso social característico de la humanidad y parte fundamental de su evolución, desde el origen mismo de la especie y seguramente hasta el final de los tiempos. Migrar ha sido práctica irrenunciable, a pesar de obstáculos y motivaciones; a pesar de las fronteras y los rechazos; y también, afortunadamente, también gracias a la valiosa bienvenida que no pocas sociedades han ofrecido a migrantes y refugiados.
Vista de largo plazo, la migración ha sido una práctica social prodigiosa que explica la evolución humana y, actualmente, a importantes dinámicas del desarrollo global. En ocasiones fluye de modo civilizado y despliega beneficios en todas direcciones; en otras, con frecuencia, transcurre entre crudas experiencias de dolor y motivada por factores indeseados por las personas en movimiento. Puede ser efecto de multitud de circunstancias, positivas o forzadas; también, puede originarse en los espacios más remotos y dirigirse a lugares que regularmente son las regiones con las mejores condiciones de vida del planeta.
En cualquier caso, de alguna u otra forma, la migración es siempre un contexto social que tenemos cercano y difícilmente resulta ajeno. Dicho más claro, es imposible que nos sea ajeno. Especialmente en el caso de México, considerando a la población mexicana envuelta en una intensa migración que, de tanto verla, ya la hicimos transparente, casi invisible, al grado de no apreciarla como parte íntima de una sociedad inmersa en dinámicas migratorias. Es tan grande y larga la historia nuestra migración hacia los Estados Unidos -principal país de destino- que la convertimos en el elefante transparente que vive en la casa de millones de hogares mexicanos.
Actualmente, cerca de 12 millones de compatriotas -nacidos en territorio nacional- se encuentran viviendo en el país vecino del norte: uno de cada 10, aproximadamente, de quienes permanecemos por acá. Es decir, migramos y lo hemos hecho en enormes cantidades. Al dato anterior debe agregarse la película sobre este flujo a lo largo de décadas, pues describiría un movimiento de millones y millones de personas adicionales que en conjunto hemos formado un enorme río circular en el ir y venir entre los dos países. Que nos quede claro, como pocas naciones del mundo, México es un país marcado profundamente por la migración, ahora y en el futuro.
La paradoja de nuestra arraigada esencia migratoria es la mínima receptividad de México para los extranjeros inmigrantes, considerando la cifra de personas originarias de otros países que viven en el nuestro. Consideradas en conjunto, se trata de apenas 1.2 millones de personas, lo que equivale al 1 por ciento de la población total. Es decir, son unos cuantos, sólo un puñado. En comparación, por ejemplo, la proporción de extranjeros en los Estados Unidos es de 15.4 por ciento; en Reino Unido es de 13.8 por ciento y en España de 14.6 por ciento; en países latinoamericanos como Argentina o Chile, la proporción es de 4.9 y de 5 por ciento, respectivamente.
Lo anterior significa que en México casi no existen extranjeros como parte de la población, lo cual es conveniente modificar en función del interés propio del país: económico, social y por nuestros valores como nación solidaria. Dicho en general, la inmigración y el desarrollo se acompañan, se complementan; no son procesos en situación de choque, como demuestra la experiencia de los países con mayor desarrollo socioeconómico. La inmigración constituye una oportunidad de crecimiento, a pesar de que eventualmente en lo inmediato pueda implicar algunos desafíos sociales. La migración no es un simple juego de suma y resta, sino un proceso que abre un abanico amplio de potencialidades.
En el caso de México, la casi nula inclusión de población extranjera ilustra que no hemos reconocido las capacidades de desarrollo que implica la inmigración, a pesar de que la evidencia lo demuestre, como sucede con la migración de mexicanos a los Estados Unidos. La migración no solamente promueve diversidades y riqueza cultural, sino también abre nuevas avenidas al crecimiento social y económico. No es asunto menor reconocer que entre los flujos migratorios también circula valioso capital humano que está buscando alternativas, al no encontrar condiciones adecuadas en las regiones de origen. Evidentemente, son necesarias estrategias públicas de Estado, constructivas y consistentes, que permitan fusionar la inclusión social y el desarrollo; además, es necesario erradicar prejuicios y xenofobias que lamentablemente nublan el horizonte.
Cada vez más nuestro país se está convirtiendo en espacio de destino para diversas migraciones y flujos de refugio. Por consiguiente, está en nuestro interés girar los criterios y formas de comprensión de estas dinámicas, para entenderles también como oportunidades, como potencialidades, como nuevas capacidades. En efecto, están en juego nuestros valores de solidaridad internacional, especialmente necesarios ante migrantes y refugiados de Centroamérica y de América del Sur. Pero también está en juego nuestra capacidad para captar flujos migratorios y al valioso capital humano que contienen, potenciando beneficios compartidos. Dicho en breve, para México la ruta por recorrer consiste en convertir a la inclusión social de extranjeros en potencial de desarrollo, de manera estratégica, ordenada y con pleno respeto de los derechos humanos.