La historia de la alimentación se sostiene en la posibilidad de conjurar el daño. Distinguir los alimentos comestibles de otros potencialmente tóxicos es el primer aprendizaje de toda especie, especialmente de la humana que, en tanto omnívora, puede tanto como necesita comer de todo. El imperativo de la inocuidad alimentaria ha motivado avances tecnológicos formidables en todas las épocas. Desinfectar, lavar, cocer, hervir, ahumar, deshidratar, salar, encurtir, congelar, presurizar o empacar al vacío son algunas tecnologías que, ya sea a escala doméstica o industrial, han sido clave para la evolución de las cocinas y la sofisticación de la nutrición. Históricamente, la posibilidad de controlar el daño ha alterado radicalmente la manera en que pensamos la necesidad de comer.
La inocuidad es un pilar esencial de la seguridad alimentaria, en el mismo orden de importancia que el acceso físico o económico, o la calidad nutricional de los alimentos. Estas condiciones básicas del derecho a la alimentación son interdependientes y sus garantías no pueden suspenderse según las circunstancias. Por eso llama la atención el arriesgado giro que dio recientemente la política de alivio a la inflación alimentaria en México.
Antes de analizarlo es necesario reconocer que el escenario económico y alimentario actual es complejo y requiere medidas contundentes. La economía del país no logra restablecerse de los efectos de la pandemia; se han recuperado empleos, pero la mayoría corresponde al sector informal, donde los ingresos son, en promedio, la mitad de los de los empleos formales. 40 % de la población no percibe ingresos suficientes para cubrir el costo de la canasta alimentaria, aun destinándolos exclusivamente a ese propósito –un supuesto de suyo irreal. Como resultado, la inseguridad alimentaria está presente en 60 % de los hogares mexicanos 1 y en hogares en pobreza extrema esta proporción asciende a 85 %. 2 El aumento imparable de la inflación –que en la primera quincena de octubre se encontraba en 8.53 % y en 15.5 % en lo que respecta a los alimentos– ha orillado a las familias a instrumentar toda suerte de artilugios para poder seguir comiendo de maneras sostenibles que no les despojen del todo del gusto, la dignidad y, por supuesto, la inocuidad.
Es decir, independientemente de las causas de la crisis alimentaria que enfrentamos, 3 no cabe duda de la importancia de atajarla o al menos intentarlo. El gobierno mexicano ha diagnosticado la situación como un problema de mercado y ha procedido a tratarlo como tal. El 4 de mayo de 2022 se anunció la creación del Paquete Contra la Inflación y la Carestía (PACIC), un plan compuesto por 16 acciones que tienen como objetivo contener el alza en el costo de bienes y servicios, con énfasis en 24 alimentos que conforman la canasta alimentaria de PROFECO (es decir, no la canasta alimentaria oficial que sirve como parámetro para la medición de la pobreza alimentaria). Los ejes de la iniciativa se centraban en distintas estrategias: una de producción, otra de distribución, una más de comercio exterior y finalmente una de participación de empresas con gran peso en la industria de la alimentación.
Si consideramos que en el lanzamiento del PACIC la inflación general se encontraba en 7.5 % y la de los alimentos incluidos en la canasta PROFECO en 13 %, es obvio que las acciones del Paquete no lograron sus objetivos. Es así que en los primeros días de octubre el gobierno federal presentó el PACIC 2.0, con el objetivo de reducir el costo de la canasta PROFECO en 8 % (de $1,129 a $1,038). Para ello, propone medidas como el congelamiento de precios de la gasolina, la harina de maíz y las tarifas de autopistas, y la suspensión de exportaciones de sardina, maíz blanco y frijol. Esta vez se involucraron 15 empresas, entre las que destacan productoras de tortillas, huevo, pollo, carnes rojas y atún, además de emporios distribuidores.
Esta nueva versión del Paquete ha sido cuestionada por varias razones, entre ellas, las implicaciones que la suspensión de exportaciones pueda tener en las relaciones con socios comerciales, la dificultad de tratar de controlar los precios de alimentos y energéticos, y la rareza de suspender exportaciones de productos en los que el país tiene una producción excedente. 4 Sin embargo, lo que más ha desconcertado a la opinión pública, experta o no, es el anuncio de la creación de una licencia única universal que exenta la realización de un conjunto de trámites y permisos para la importación de alimentos, en particular los que expiden la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (COFEPRIS) y el Servicio Nacional de Sanidad, Inocuidad y Calidad Agroalimentaria (SENASICA), bastiones de la salubridad alimentaria en la que, por cierto, México ha destacado precisamente por el rigor de sus controles.
Las dificultades de controlar al mercado son innegables, pero hay límites a lo que una crisis puede justificar. La salubridad alimentaria no entra en ese repertorio de posibilidades. A pesar de los controles normativos y tecnológicos, la alimentación cotidiana sigue siendo una negociación permanente con el riesgo de intoxicación no sólo por agentes conocidos, sino también por aquellos que aún no detectamos. Baste recordar que seguimos en una pandemia generada, según la hipótesis principal, por una imprudencia humana que detonó un proceso de propagación zoonótica, la transferencia de una enfermedad animal a humanos. O que apenas hace unos meses las empresas gigantes Ferrero y Nestlé fueron denunciadas por la presencia de bacterias E. coli y salmonela en algunos de sus productos. 5 O que en México, donde no hemos logrado desterrar el uso de clembuterol, se acaba de emitir una alerta por cólera. 6 No cabe bajar la guardia.
Más aún: los riesgos alimentarios no sólo provienen de factores relativamente naturales, sino también humanos. Existe una auténtica economía del crimen alimentario, definido como los delitos y fraudes operados en todas las fases de las cadenas de abasto alimentario. De acuerdo con la Agencia de Estándares Alimentarios del gobierno de Reino Unido, el robo de alimentos para su venta, el procesamiento de alimentos fuera de la normatividad, la reincorporación de desperdicios alimentarios a la cadena de abasto, la adulteración, sustitución o publicidad engañosa en el contenido de alimentos, así como la falsificación de documentos relacionados con la producción, comercialización y distribución de alimentos, son los tipos más frecuentes de crímenes alimentarios. 7
Esta economía alimentaria paralela, con sus propias reglas, infraestructura, redes de corrupción y rendimientos, no opera solamente a nivel “de calle”, sino que tiene un nicho importante en el comercio trasnacional. De este modo, los crímenes alimentarios amenazan la inocuidad alimentaria por dos vías: una directa, que consiste en la manipulación deliberada de los alimentos, y una indirecta, derivada del menor rigor en las operaciones de trasiego. Es muy poco factible que la salud esté en el centro de las preocupaciones de quienes se dedican a este tipo de actividades.
Es decir, no es posible confiar, sin filtros mediante, en que todo lo que venga del exterior cumple con los requisitos de inocuidad correspondientes, aun si aparenta contar con certificaciones. El doble control –uno en el lugar de origen y otro en el de destino– no es ocioso y prescindible. Ni toda la buena voluntad de las empresas y el gobierno pueden sustituir a una maquinaria de supervisión y vigilancia que funciona, en parte, gracias al incentivo de evitar una sanción.
Es posible que existan detalles de la estrategia que no conozcamos y eso también es un problema. Aunque la inflación alimentaria sea considerada un asunto de la oferta, es imprescindible que “la demanda”, es decir, la población, esté plenamente enterada de procesos que la afectan tan directa y profundamente.
Mientras tanto, no podemos mostrar ingenuidad: la historia muestra que, para el capital, la manera más eficiente de reducir el costo de las mercancías es bajar los costos de producción, típicamente a expensas de la fuerza de trabajo (y habría que estar muy vigilantes también en este sentido) y de la calidad de los productos. El gobierno no puede abrir la puerta a que esta compensación opere por el frente de la salubridad. Si bien algunas prácticas arraigadas en las culturas alimentarias podrían ponernos en un predicamento, el grado de exposición a riesgos razonables, incluso conocidos, es un cálculo personal: no puede ser, jamás, una opción de los Estados.
* Paloma Villagómez Ornelas (@palomaparda) es profesora visitante del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) Región Centro, donde desarrolla proyectos relacionados con seguridad alimentaria, desigualdad social y pobreza. Asimismo, es investigadora asociada del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY) y Experta México, ¿cómo vamos?
1 Resultados de la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (ENSANUT) 2021.
2 Estimaciones propias con base en la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares 2020.
3 La narrativa oficial ha puesto el acento en el peso de factores externos como la guerra en Ucrania, la crisis global de energéticos o los procesos inflacionarios mundiales, diluyendo discursivamente el efecto de las dificultades económicas internas, la precarización laboral o la irrupción de la inseguridad en los mercados alimentarios locales (ver aquí).