México, acorde al Global Gender Gap Index en 2020, se localiza en el lugar 25 en el ranking que mide la igualdad de género. A pesar de ello, el país todavía tiene retos en esta materia: 7 de cada 10 mujeres ocupadas perciben un salario menor a los dos salarios mínimos, y 4 de cada 10 menor a un salario mínimo (ENOE, 2021, como se citó en Inmujeres, 2021). Una razón se debe al predominio de mujeres en sectores económicos con remuneraciones promedio más bajas, de acuerdo con el Observatorio Laboral del Servicio Nacional de Empleo (2021): Servicios Personales ($4,626 mensuales), Turismo ($5,004) y Comercio ($5,100), trabajando alrededor de diez millones de mujeres en ellos. Estos valores se encuentran apenas arriba de $12.5 pesos del salario mínimo. El mercado valúa las ocupaciones dominadas por mujeres con bajas remuneraciones, y sin considerar que la mujer trabaja cinco horas en promedio más en actividades no remuneradas que el hombre (ENUT, 2019, como se citó en Inmujeres, 2021). Por su parte, Amnistía Internacional menciona que “la pobreza frena la independencia económica, el acceso a los recursos o a derechos como la educación y la salud (de las mujeres). Además, genera menos protección ante la violencia y suma más dificultades para tomar decisiones o participar de forma activa en la vida política” (Alonso del Val, 2020).
Tras estos datos, es evidente la relación entre la pobreza y la brecha de género. Y una de las políticas más efectivas para combatir estos problemas es el ingreso básico universal.
El Ingreso Básico Universal (IBU) es “un mecanismo de sostén de ingresos que normalmente abarca a la totalidad (o una gran parte de la población) sin condicionamientos o con condiciones mínimas” (Francese & Prady, 2018). Esta idea no es nueva: CONEVAL, en 2014, propuso “analizar diferentes opciones para garantizar un piso mínimo de ingreso a la población que disminuya o prevenga su vulnerabilidad”, así como intentos de reformas a la ley mexicana (Damián & Hernández, 2017; Pedraza et al., 2007). Personajes como Martin Luther King (activista por los derechos civiles para los afroamericanos), Milton Friedman (Premio Nobel de Economía de 1976) y Patricia Schulz (dirigió la Oficina Federal Suiza para la Igualdad de Género) han emitido juicios a favor del IBU en alguna modalidad (Freyman, 2020; Marín Vaquero, 2018; Schulz, 2017).
Uno de los argumentos pro-IBU es presentado por Philippe Van Parijs (filósofo belga y economista político), que menciona que “el IBU dota a los trabajadores de un mayor poder de negociación en el mercado laboral, porque se reduce el potencial de aceptar empleos mal pagados” (Marín Vaquero, 2018). Igualmente, se sugiere que el IBU “puede reducir el riesgo del emprendimiento social al eliminar un factor importante: el miedo al fracaso” (Mowat Centre, 2017, como se citó en Saifer, 2018). Un IBU aumentaría el emprendimiento, que mejoraría la situación de pobreza laboral en mujeres, que encuentra 14 estados de la República en semáforo rojo en el segundo trimestre de 2021 (México, ¿cómo vamos?, 2021).
Al considerar Progresa-Oportunidades, que consistió en “la transferencia condicionada de efectivo a familias en situación de pobreza extrema” (Marín Vaquero, 2018), este no logró una disminución de la pobreza (CONEVAL, 2018, como se citó en Lozano, 2019). Entonces la pregunta es lógica: ¿por qué este programa sí funcionaría? Van Parijs menciona que “la universalidad en la recepción del beneficio previene que el miedo a perder el ingreso contribuya a la creación de una clase social estancada” (Marín Vaquero, 2018). Un programa que protege hasta cierto techo de ingreso no fomenta al beneficiario a salir de la pobreza si eso implica perder mencionado beneficio. Un IBU no tendría ese problema.
Para medir el impacto del IBU en disminuir la brecha de género es prudente analizarlo en su efecto en el mundo. En 2010, Irán implementó transferencias monetarias uniformes, y se encontró evidencia de un efecto positivo para las mujeres en horas trabajadas y en participación (Salehi-Isfahani & Mostafavi-Dehzooei, 2018). Entre 2011 y 2012, en India, la recepción de la transferencia incondicional se asoció con “una mayor capacidad de decisión para las mujeres, incluyendo una mayor influencia en el gasto del hogar. Aunque la tasa de participación de las mujeres en el mercado laboral no cambió, sí cambió para aumentar sus ingresos y su capacidad de acción” (Williams, 2021).
En el contexto mexicano, un IBU ciudadano de $1,828.84 (valor de la línea de pobreza extrema urbana de agosto de 2021) proveería de un ingreso a más de un millón de mujeres (ENOE, 2021, como se citó en Inmujeres, 2021) de manera inmediata, y colocaría al segundo decil de ingreso en el hogar promedio (por ciudadano) por encima de la línea de pobreza urbana de agosto del presente año (con valor de $3,775.94), como se puede observar en la Tabla 1:
Para financiarlo, la batalla contra la evasión fiscal, recientemente valuada en un billón de pesos (Camhaji, 2021) y una redistribución de programas sociales de carácter similar, valuada en ciento cincuenta y dos mil millones de pesos (CONEVAL, 2021) sería suficiente para solventar el costo de este programa.PUBLICIDAD
Ante el panorama actual, sumado a la situación económica post-COVID 19, parece más necesaria que nunca la idea de un suelo de dignidad que cobije a las mujeres más vulnerables y que responda a sus necesidades inmediatas. Este suelo puede ser una realidad, y la podemos empezar a construir desde hoy. Se lo debemos a las grandes mujeres de este país.
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* Daniel Hernández es estudiante de 7° semestre de la de la licenciatura en Administración en la Universidad Veracruzana campus Coatzacoalcos. Este texto ganó el segundo lugar en el concurso de ensayo 2021 de México, ¿cómo vamos? y Animal Político.
Bibliografía:
Las referencias pueden encontrarse aquí.